Reconocer a la ciudad santa como la capital de Israel es una provocación sin sentido. La decisión del presidente Donald Trump de cumplir con su promesa de campaña de reconocer a Jerusalén como la capital de Israel y, eventualmente, de trasladar la embajada estadounidense a esa ciudad, es un acto de vandalismo diplomático. Lo más curioso es que es muy probable que nadie se beneficie de ello, o al menos nadie interesado en la paz. Ni siquiera el propio Sr. Trump.
Ha logrado que todos se unan en su contra, incluyendo a sus aliados más cercanos en la región; ha provocado indignación entre los musulmanes; ha alimentado la retórica de los extremistas; y, no por primera vez, ha disminuido a EE.UU. en los ojos del mundo. Tampoco ha servido bien a los intereses de Israel, aunque algunos israelíes podrían estar en desacuerdo.
Jerusalén ha estado en el centro de los esfuerzos de pacificación en el Medio Oriente desde la partición en 1947 cuando las sensibilidades que rodean el estatus de la ciudad (y su importancia como sitio sagrado para judíos, musulmanes y cristianos por igual) llevaron a la ONU a tratarla inicialmente como una entidad separada del Estado judío. Aunque Israel siempre ha reclamado a la ciudad santa como su capital, ningún país hasta ahora la ha reconocido como tal.
Reconocer el reclamo de Israel de la ciudad no sólo obstaculizará las esperanzas de los palestinos de reclamar su propia capital en Jerusalén oriental ocupada, también rompe un acuerdo en el tratado de paz de Oslo de 1993, que sostiene que el estatus final de la ciudad se resolvería mediante la negociación. También unirá a los musulmanes en contra de Israel en un momento en que el sentimiento anti-israelí ha sido relativamente moderado.
El Sr. Trump ha sido advertido sobre esto en términos muy claros. Los turcos han amenazado con romper relaciones diplomáticas con Israel. Saeb Erekat, el negociador de la OLP, dijo que la medida descalificaría a EEUU de “cualquier rol en cualquier iniciativa para lograr una paz justa y duradera”. Hamas, el grupo islamista que controla la Franja de Gaza, ha amenazado con una nueva intifada. El rey Abdullah de Jordania, que tiene un tratado de paz con Israel, advirtió que reconocer a Jerusalén como la capital de Israel permitiría que los terroristas “difundan sus ideologías”.
Además, aunque el Sr. Trump ha afirmado que no está adoptando una postura con respecto al estatus final de la ciudad, ha perjudicado sus propios planes para negociar un acuerdo entre Israel y los palestinos resolviendo uno de los asuntos más explosivos a favor de Israel. Para alguien que se enorgullece de ser el consumado creador de acuerdos, es extraño que haya jugado esta carta antes de que las negociaciones hubieran comenzado.
Es extraño también porque complica la vida de Arabia Saudita, los interlocutores elegidos por el Sr. Trump en la región, que también se oponen firmemente. Ellos tienen poca elección. El rey saudí es el autodenominado líder de islam sunita y la mezquita al-Aqsa en Jerusalén es considerada el tercer sitio más sagrado en el islam, después de las mezquitas en La Meca y Medina. Y es un golpe para el príncipe heredero Mohammed bin Salmán, que ha estado actuando como intermediario entre los palestinos y Jared Kushner, yerno y enviado de Trump para la región.
Sobre todo, al tomar partido en un tema central en el conflicto entre Israel y Palestina, el Sr. Trump ha eliminado cualquier noción residual de que Washington pueda actuar como intermediario honesto. El estatus de Jerusalén siempre ha sido una bomba de tiempo. Ahora el temor es que el presidente de EEUU ha encendido la mecha.
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